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¿Qué misterio encierra el hombre, este desconocido? En los últimos siglos se ha difundido una visión pesimista del ser humano. Algunas corrientes filosóficas y con el apoyo de la ciencia, han llegado a afirmar que el hombre es sólo el vértice del mundo material, el animal más evolucionado de la historia. Al fin y al cabo un animal más entre todos, destinado a regresar al polvo de la tierra después de su muerte. Esta visión materialista del hombre me hizo creer, por algún tiempo, que los gorilas y los chimpancés eran mis primos hermanos.

Lo preocupante es que hoy una buena parte de la humanidad ha rebajado su conducta moral y espiritual a nivel de los primates. Convencidos de que la vida no tiene sentido y de que tras la muerte viene la nada, muchos jóvenes hoy prefieren vivir tres años como delincuentes profesionales dándose un poco de buena vida para morir después con violencia, que pasar toda la existencia viviendo dignamente entre estrecheces económicas. El sinsentido en que viven millones de personas, fruto amargo de una visión atea y materialista del ser humano, ha inclinado nuestra convivencia social hacia la barbarie.

Con una mirada tan pobre y reducida de lo que es el hombre y la realidad, en consecuencia los seres humanos nos convertimos, unos para otros, en meros productos de producción, goce y consumo. Muchos científicos hoy están experimentando con embriones humanos a los que se les trata en los laboratorios como cosas que se pueden manipular, congelar o desechar. Hay técnicas de reproducción asistida, entre ellas la fecundación in vitro, que son procedimientos inmorales y por lo tanto inaceptables para un cristiano. Científicos y técnicos juegan hoy a hacer el papel de Dios al manipular las mismas fuentes de la vida, atentando de esta manera contra la dignidad del embrión humano.

En el vacío de un mundo que hemos reducido a producción y consumo, en el sinsentido del hombre que se ha vuelto cosa, hoy nuestra mirada se eleva hacia el monte donde Jesucristo se transfiguró ante sus apóstoles. Ahí podemos contemplar el misterio y la grandeza de lo que somos. Jesús de Nazaret es el hombre por excelencia, el verdadero representante de la humanidad, el que ha venido a mostrarle al hombre su nobleza, su vocación y su destino. “Y se transfiguró ante ellos –dice el evangelista–. Su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. San Pablo nos ayuda a comprender este hecho diciéndonos que a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó” (Rom 8,29-30).

Dios nos ha revelado que nuestro origen es divino y que, como sus hijos, estamos predestinados a la gloria del Cielo. ¡Qué bien lo descubrió el doctor Bernard Nathanson! Judío dedicado a practicar abortos, Nathanson fue guiado por la mano invisible de Dios hacia a descubrir el esplendor y la sacralidad de la vida humana. Horrorizado por haber realizado miles de abortos, se convirtió en uno de los más grandes defensores de la vida del embrión. Finalmente contempló en Jesucristo al hombre perfecto que él mismo debía reproducir en su vida, y recibió el Bautismo en la Iglesia Católica. El doctor Nathanson falleció el 21 de febrero pasado, entristeciendo a quienes somos de la causa pro-vida, pero alegrando a la multitud de los santos que ya celebran las bodas del Cordero muerto y resucitado en el Paraíso.

Hoy la memoria y contemplación de los acontecimientos maravillosos ocurridos en el Tabor hace dos mil años nos llena de religiosa admiración, de gozoso estupor, y nos invita a venerar y custodiar la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural. ¡Por cada embrión Jesucristo se encarnó! Y, por supuesto, junto con la solemnidad de la Encarnación que celebraremos esta semana, nos invita a redescubrir la grandeza de ser hombres.

Cristo Jesús, resplandeciente de gloria en el monte, nos recuerda que los cristianos, viviendo una vida en el Espíritu, estamos llamados a alumbrar la noche del mundo, y que nuestra vocación es ir al Cielo. Olvidarnos de ello es perder todo sentido a la vida para precipitarnos en la nada, y así seguir convirtiendo el mundo en un inmenso estercolero donde los arruinados seremos nosotros mismos. El alzar de nuestros ojos hacia el monte santo de Dios nos ayude a desarrollar una mirada contemplativa sobre lo que somos, y a prorrumpir en himnos de alegría y gratitud por el inmenso don de la llamada de Dios a participar con Él en una existencia de comunión en su misma vida divina.